Con ciertas excepciones que se pueden contar con los dedos de las manos, las medallas Olímpicas desnudan por completo la pobreza extrema de nuestros deportistas. Las historias escondidas que aparecen cuando el atleta logra la hazaña del sueño Olímpico son crónicas que erizan la piel y arrugan el corazón. La de Anthony Zambrano es una de ellas.
El infortunio de la vida lo arropó desde que vio la luz de este valle de lágrimas, huérfano de padre a deshoras tuvo que caminar en medio de las dificultades al lado de su madre, la verdadera heroína de esta historia que hoy toma vigencia y se hace realidad a merced de haber cristalizado la esperanza y el sueño de colgarse en el pecho la soñada presea.
Todos ellos nacidos en la tierra del olvido, buscan el refugio para aliviar las penas en la exaltación de sus cualidades como atletas naturales, para iniciar según ellos el camino de la dignidad. Todos ellos, sin excepción, cada vez que suben al pódium le cuentan al mundo el calvario de su entorno familiar, un libreto escondido detrás del biombo de los infortunios.
La historia de Zambrano ratifica la fragilidad de nuestro aparato deportivo recluido siempre en el cuarto de San Alejo, que por esas cosas de la vida afloran cada vez que estos héroes logran una hazaña. Historias que se convierten en leyendas con el paso inexorable del tiempo, testigos mudos de nuestros verdaderos héroes.